Mujeres asesinadas por ser
mujeres. En Santa Cruz, Rafaela, Chaco, en todo el país los casos se repiten.
Selva Almada tiene cuarenta años y a diferencia de ellas, de miles, cree que
continúa viva sólo por una cuestión de suerte. La violencia machista avanza
sobre el cuerpo femenino: a veces discreta y solapadamente; otras de forma
atroz. Adelanto de Chicas muertas, el libro que la editorial Random House
Mondadori acaba de publicar.
Cuando empecé la facultad me fui a vivir con una amiga a Paraná, la capital de la provincia, a 200 kilómetros de mi pueblo. Teníamos poca plata, vivíamos en una pensión, bastante ajustadas. Para ahorrar, empezamos a irnos a dedo, los fines de semana cuando queríamos visitar a nuestras familias. Al principio siempre buscábamos algún chico conocido nuestro, también estudiante, que nos acompañara. Después nos dimos cuenta de que nos llevaban más rápido si éramos sólo chicas. De a dos o de a tres, sentíamos que no había peligro. Y en algún momento, cuando ganamos confianza, cada una empezó a viajar sola si no conseguía compañera. A veces, por lo exámenes, no coincidían nuestras visitas al pueblo. Nos subíamos a autos, a camiones, a camionetas. No subíamos si había más de un hombre adentro del vehículo, pero excepto eso no teníamos muchos miramientos.
En cinco años fui y vine cientos de
veces sin pagar boleto. Hacer dedo era la manera más barata de trasladarse y a
veces hasta era interesante. Se conocía gente. Se charlaba. Se escuchaba, la
mayoría de las veces: sobre todo los camioneros, cansados de la soledad de su
trabajo, nos confiaban sus vidas enteras mientras les cebábamos mate.
De vez en cuando había algún
episodio incómodo. Una vez un camionero mendocino mientras me contaba sus
cuitas me dijo que había algunas estudiantes que se acostaban con él para
hacerse unos pesos, que a él no le parecía mal, que así se pagaban los estudios
y ayudaban a los padres. La cosa no pasó de esa insinuación, pero los
kilómetros que faltaban para bajarme me sentí bastante inquieta. Cada vez que
me subía a un auto lo primero que miraba era dónde estaba la traba de la
puerta. Creo que ese día me corrí hasta pegarme a la ventanilla y directamente
me agarré a la manija de la puerta por si debía pegar un salto. Otra vez un
tipo joven, en un coche caro y que manejaba a gran velocidad, me dijo que era
ginecólogo y empezó a hablarme de los controles que una mujer debía hacerse
periódicamente, de la importancia de detectar tumores, de pescar el cáncer a
tiempo. Me preguntó si yo me controlaba. Le dije que sí, claro, todos los años,
aunque no era verdad. Y mientras siguió hablando y manejando estiró un brazo y
empezó a toquetearme las tetas. Me quedé dura, el cinturón de seguridad
atravesándome el pecho. Sin apartar la vista de la ruta, el tipo me dijo: vos
sola podés detectar cualquier bultito sospechoso que tengas, tocándote así,
ves.
Sin embargo, una sola vez sentí que
realmente estábamos en peligro. Veníamos con una amiga desde Villa Elisa a
Paraná, un domingo a la tarde. No había sido un buen viaje, nos habían ido
llevando de a tramos. Subimos y bajamos de autos y camiones varias veces. El
último nos había dejado en un cruce de caminos, cerca de Viale, a unos 60
kilómetros de Paraná. Estaba atardeciendo y no andaba un alma en la ruta. Al
fin vimos un coche acercándose. Era un auto anaranjado, ni viejo ni nuevo. Le
hicimos seña y el conductor se echó sobre la banquina. Corrimos unos metros
hasta alcanzarlo. Iba a Paraná, así que subimos, mi amiga junto al hombre que
conducía, un tipo de unos sesenta años; yo en el asiento de atrás. Los primeros
kilómetros hablamos de lo mismo de siempre: el clima, de dónde éramos, lo que
estudiábamos. El hombre nos contó que volvía de unos campos que tenía en la
zona. Desde atrás no escuchaba muy bien y como vi que mi amiga manejaba la
conversación, me recosté en el asiento y me puse a mirar por la ventanilla. No
sé cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de que sucedía algo raro. El tipo
apartaba la vista del camino e inclinaba la cabeza para hablarle a mi amiga,
estaba más risueño. Me incorporé un poco. Entonces vi su mano palmeando la
rodilla de ella, la misma mano subiendo y acariciándole el brazo. Empecé a
hablar de cualquier cosa: del estado de la ruta, de los exámenes que teníamos
esa semana. Pero el tipo no me prestó atención. Seguía hablándole a ella,
invitándola a tomar algo cuando llegáramos. Ella no perdía la calma ni la
sonrisa, pero yo sabía que en el fondo estaba tan asustada como yo. Que no,
gracias, tengo novio. Y a mí qué me importa, yo no soy celoso. Tu novio debe
ser un pendejo, qué puede enseñarte de la vida. Un tipo maduro como yo es lo
que necesita una pendejita como vos. Protección. Solvencia económica.
Experiencia. Las frases me llegaban entrecortadas. Afuera ya era de noche y no
se veían ni los campos al borde de la ruta. Miré para todos lados: todo negro.
Cuando me topé con las armas acostadas en la luneta del auto, atrás de mi
asiento, se me heló la sangre. Eran dos armas largas, escopetas o algo así.
Mi amiga seguía rechazando con
amabilidad y compostura todas las invitaciones que él insistía en hacerle,
esquivando los manotazos del hombre que quería agarrarle la muñeca. Yo seguía
hablando sin parar, aunque nadie me prestara atención. Hablar, hablar y hablar,
yo que no hablo nunca, un acto de desesperación infinita.
Entonces lo mismo que me había
helado la sangre, me la devolvió al cuerpo. Yo estaba más cerca que él de las
armas. Aunque nunca había disparado una.
Por
fin las luces de la entrada a la ciudad. La YPF adonde paraba el rojo que nos
llevaba al centro. Le pedimos que nos bajara allí. El tipo sonrió con
desprecio, se corrió del camino y estacionó: sí, mejor bájense, boluditas de
mierda.
Nos
bajamos y caminamos hasta la parada del colectivo. El auto anaranjado arrancó y
se fue. Cuando estuvo lejos, tiramos los bolsos al piso, nos abrazamos y nos
largamos a llorar.
Artículo extraído de Revista ANFIBIA
A continuación, miramos el corto "Rey Muerto" (1995), dirigido por Lucrecia Martel.
Para acceder al corto, Click Acá!
Artículo extraído de Revista ANFIBIA
A continuación, miramos el corto "Rey Muerto" (1995), dirigido por Lucrecia Martel.
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